Se puso el vestido de flores que era su preferido, se maquilló lo suficiente para que se notara, y se ató el cabello. Salió apresurada de casa con el guión en la mano. Ya no quería estar un día más encerrada, ahogándose en quejas y suspiros. Ya las cartas viejas se habían consumido en el fuego. Había hecho una pira con letras que anunciaban promesas, postales, fragmentos de textos, el poco de vino que quedaba en una botella, y un fósforo.
¡Va a arder Troya! –pensó. Y después de ese día no volvió a hablar de decepciones, de personas que laceran o traicionan, de agujeros en las vísceras ni de marcas en la piel. Después de ese día… como si en el suelo hubieran trazado una línea divisoria del antes y el después.
Hacía tiempo que no subía al escenario. Ni siquiera para ensayar. Creía haber olvidado todos los papeles, todos los guiones. Se veía tan envejecida, arrugada, ojerosa, que no tuvo ánimos ni siquiera para responder semanas antes aquella carta de tres páginas que recibió en sobre certificado, donde le pedían presentarse para un último monólogo.
“Queremos que seas Graciela” –le escribían. Ella se había negado, porque en ese momento se sabía personaje de García Márquez, sin tener que interpretarlo. Creía ver a través de sus venas, creía que podía flotar porque las lágrimas, que la anclaban a la tierra, se habían esfumado todas, y se sentía ligera. “En cualquier momento salgo volando por la ventana”- se dijo.
Leyó con atención hasta el final de la obra. «Pero ahora se acabó. ¡A la mierda el pasado!»
Esa línea, esa sola línea habría sido suficiente para que ella aceptara el papel.
Se puso el vestido de flores que era su preferido, se maquilló lo suficiente para que se notara, y se ató el cabello. Sabía que al llegar vaciaría su pecho de reproches y repudio contra un hombre sentado, inmóvil, sepultado casi por un periódico viejo.
— «Pero ahora se acabó. ¡A la mierda el pasado!»
Y continuó hablando, de pie en el escenario –que a ratos se confundía con las escenas de su propia vida- y creyó tener delante a todos los hombres que la despreciaron. A todos por los que se vio envejecida, arrugada, y ojerosa. A todos los que inútilmente trataron de arrancarle la ternura, iba dirigida su voz en ese monólogo que le sacudía las entrañas.
— “De manera que llegado el día, no ha de faltar un hombre que me ame de sobra… y que aun en las tinieblas exteriores o en los finales más ciegos sepa siempre que soy yo la que está con él, y que soy yo y ninguna otra la única que fue mandada a hacer sobre medidas para hacerlo feliz y ser feliz con él hasta la puta muerte.
Y si no lo encuentro, no importa. Prefiero la libertad de estarlo buscando hasta siempre que el horror de saber que no existe otro a quien pueda querer como sólo he querido a uno en esta vida. ¿Sabes a quién? A ti, cabrón.”
Bajó el telón. El dolor se había esfumado.
Salió a la calle y sintió el alivio de la lluvia sobre su cabeza. Otra vez tenía esa sonrisa tonta dibujada en el rostro. En su rostro.
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