─ ¿Cómo estás? Te pregunto porque sé que le tienes un miedo horrible a los huracanes.
Y yo, aparentemente en calma, malduermo luego de ver varios chistes, como si la risa me curara el espanto.
─ Bien.
Así, escuetamente le respondo que bien.
Y me miento a mí misma. ¿Para qué decirle que tengo un temor enquistado, añejo, que data de la niñez, cuando en cada ciclón yo creía que la palma del patio de al lado, de tanto doblarse, iba a terminar acostada en el techo de mi casa, que los techos iban a salir volando como en una novela de García Márquez, o que íbamos a pasar un período especialmente largo sin encontrar comida…
Desde niña he tenido claras dos cosas: mi gran imaginación, y mi miedo a los ciclones.
El ruido del viento huracanado fue, durante años, el sonido más escalofriante que conocí -únicamente superado por la insistente Alarma Sísmica. El mayor miedo toda mi vida fue a los huracanes – únicamente superado por el terremoto.
“Aquí no hay terremotos”, me dijeron una tarde a modo de alivio, cuando llegué a vivir otra vez cerca de Cuba. Me lo dijeron porque la alerta amber de los celulares se activó, y la confundí con la alarma sísmica, y ya estaba evacuando el local en medio del llanto. “Aquí solo hay huracanes”, me dijeron como si ese “solo hay huracanes” me tranquilizara mucho…
Aquí hay huracanes… Y esos monstruos me han asustado toda la vida.
Ese aullar del viento, le eriza uno el alma y los espacios de silencio que pareciera que es u descanso, para nada sentimos que el huracán solo se ha tomado un respiro para azotar con más fuerza. Lo comparto en mi blog amiga.
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Y en casa da –igual con Huracanes y Temblores el temor nos fortalece por que nos une-.